sábado, 14 de octubre de 2017

Península Hamartia (otros poemas)

Inhumación celestial  

…troza mis huesos   
                      regresa mis brazos rodeando las rodillas      
                                                      llévame al encuentro con la montaña          
                                        abre mis carnes     
   secciona mi cabeza       
                                                      y esparce mi grasa sobre las rocas        
                             
                                  Obsérvame partir con los buitres
                        
                           que me regresan                               
                                                                     a la polución del aire.













Midas zarpa de IO
 
Levar anclas.
En el puerto, astilladas marionetas agitan los adioses.
Una moneda cae al mar y se oxidan los arrecifes. 
Lentos cadáveres emergen de la espuma.  

El que se va, 
se lleva en la médula la savia negra de un árbol, 
higo que nunca deja de ser semilla,
rata que husmea el bubón de su herida,
plaga en las islas tocadas por la luz del faro.
 
En archipiélagos desconocidos,
aquellos muertos se despiden de sí mismos 
que parten en una barca de caoba surcando geometrías imposibles. 

Y no hay nadie que ataje el ojo de un diamante.    

Por en encima de sus ausencias empaladas en relámpagos, 
el que se va arroja una moneda al sol truncado 
y agita el pañuelo al unísono hilo de sus muñecos,
en el puerto de la isla emergida de su sien.  

No hay nadie que atestigüe esta naturaleza muerta.   

Y el galeón avanza,
en su devaneo de murciélago marino, 
hacia un horizonte al que le ha arrojado la tinta de una lepra que diluye el cielo.  

        Zarpa de Io                        









Angustia Matutina

Tuve un sueño:
Una violencia melancólica,
una extraña certidumbre del hado 
me animaba a correr y recorrer el interminable  
laberinto; sin poderme  responder si era yo Teseo
o el Minotauro.                      












 Virgilio se quedó a distancia
anticipando los hechos. 
Dante, sin embargo, se acercó. 
Tú estabas debajo de un árbol gimiente 
cuando el peregrino preguntó sobre tu fatal error. 
Mas nada respondiste. Absorto y desesperado, 
tenías las manos insistiendo en arrancar la poesía
de entre tus entrañas.
             
              El vate guardó silencio   
                  y siguió  de largo entre rocas y árboles gimientes.





  


Nadie supo de quién eran los versos
porque era un absurdo país sin poesía.
Pero yo escuché del ahorcado
algo entre el estertor parecido a un balbuceo,
quizá un recuerdo,
una promesa,
quizá un conjuro:
Verrá la morte
e avrá i tuoi occhi.








 Arrepentimiento póstumo
  
El hombre ha dejado el cayado junto al libro
y ha tomado el arado y su hacha.
Ya no levanta plegarias y 
ha dejado en silencio los antiguos, peregrinos mantras.
 
Ahora con esposa, 
con su pequeño niño, su tierra y su casa, 
el hombre cree haber alcanzado la paz 
que los manes le prometieron en la noche de su advenimiento.
  
Sin embargo, y aunque negarlo quisiera con todas sus fuerzas, 
en su lecho una voz sisea 
el final de una terrible fábula:
    
“Ya no eres árbol, te arrancaste, te moviste, 
te has negado, te has secado.
¡Maldito, maldito si aún crees que eres árbol!”.








 Retrato
                  En el hueso la cicatriz siempre granate,
                  afuera, un rostro apenas desierto.  
                  Gólgota la frontera,
                  la única patria es el cuerpo del hombre,
                  la única realidad es la que establece su mente con el mundo.
Fiel a su cita  
–todo hombre ulcerado del espíritu es prófugo–,
se le acusó en juventud del crimen al que condena la miseria,
entre la gente del pueblo y los beodos se le creyó un líder zelota.
los cristianos lo maldijeron con la señal de “El liberado”,
la mujer que le atendía mesa y lecho lo abandonó
al suponer que estaba poseído por el espíritu de un mesías crucificado.
En un cofre de odio secreto guardó el recuerdo de una mujer de labio leporino, el hijo muerto de ambos y un balbuceo
como alegato en el momento de la lapidación.
 Lázaro lo halló igual al resto de los hijos de Adán:
excepcional en nada.  
Compartió con él la hogaza sin cebada
con emboque a cadáver que iguala a los mortales.
Maldito desde el vientre,
en la guarida de su hígado ya asomaba el 
futuro fantasma cainita del parricidio.
Unánime entre los eruditos de quimeras es que su único crimen famoso fue participar en el gran incendio de Roma.
Después, nada o poco se escribe de aquella sombra de la ficción
que posee algo de todos los hombres.

Sólo Pär Lagerkvist aventura un drama divino, 
la vida de un hombre reducida a un acto, un signo:
Fiel a su cita,
el criminal deja que el procurador romano tache el nombre de su dios que al reverso de su placa de esclavo inscribió el amigo
que habrá de ser crucificado,
mientras él libra nuevamente el suplicio.
Después de la delación
                                          ya nada lo une con nadie.
Decenios después de su segunda absolución,
sólo un evangelista entendió la profunda
soledad del viejo incendiario cuando 
coincidieron en la misma celda y,acedo, 
mientras miraba los ojos hundidos reconociendo a Barrabás,
 sentenció: 
“es un desdichado, dejadlo en paz…
no se puede juzgar a un hombre por no tener Dios.”




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